En el área de la piscina intentaba a toda costa que mi niño no hiciera muy a menudo lo que es consustancial a su naturaleza por genética; me refiero a gritar. En ello ponía todo mi empeño, intentando distraerlo pero no tanto que llegara a exaltarse y, por tanto, proferir el desagradable grito, no de aburrimiento o dolor sino de júbilo y diversión (que es el más agudo y llega a hacer sangrar los oídos). Pues bien, todo iba muy bien, incluso los señores ancianos del sector izquierda sonreían tenuemente como dando a entender que el niño no les estaba molestando. Yo, intelectualmente agotado por el esfuerzo, continuaba distrayéndolo para que esos señores ancianos y los obesos del fondo pudieran seguir tumbados cual féretros al aire. Pero todo empezó a cambiar cuando una familia de rusos acampó en la piscina. Llevan escrito en la frente que son rusos. Suelen viajar en familias, por no decir castas, de entre 10 y 20 personas, campan por las instalaciones del hotel como un chimpancé por los árboles sin importarles ni el señor obeso del fondo ni su puñetera madre. Los niños de las familias rusas tienen la misma educación que los monos de los que hablaba antes. Se tiran a la piscina de bomba intentando caer lo más cerca posible de tu posición, para joder, claro. Comen y beben a todas horas y en todo momento. Las señoras suelen estar todas operadas de estética, sobre todo pechos y zonas celulíticas; y utilizan un tinte de pelo tan rubio que aún hoy el Csic se pregunta por su componente químico.
A la hora de la cena, tuvimos la gran mala suerte de volvernos a encontrar en mesas casi contiguas. Reconozco que tengo mal fario y que el destino me los pone siempre lo más cerca posible. Todos, en una enorme mesa corrida gritaban como los indios apaches, sin importarles un bledo el resto de los comensales de las mesas restantes. El pater familia se pimplaba un puro entre plato y plato, de esos que tienen el tamaño de un pepino -era una terraza-. Una de las hijas, no tendría más de quince o diecisiete años, llevaba un escote inexistente -es decir, casi las tetas al aire-. El vino que pidieron era Vega Sicilia. Sólo los nuevos ricos piden un vino así para una cena común. Los platos, miles y miles, según llegaban a la mesa, eran retirados por los camareros. En definitiva una caricatura de orgía barata pseudoromana plagada de estupidez y chabacanería. Les aseguro que el precio del cubierto -sin ostentosidades- de ese restaurante era muy elevado. No me quiero imaginar la factura que les tuvo que llegar. Pero a ellos se la suda, sacan seis o siete billetes de quinientos y a vivir que son dos días. Bien, lo voy a dejar porque me exacerbo.
Todo ello me dio que pensar. Les aseguro algo. En mi blog he hablado varias veces sobre la mala educación de los españoles en comparación con otros europeos, sin incluir los rusos que esos están fuera de medida alguna. Pues bien, después de varias anécdotas como estas y de haber coincidido con familias españolas en los mismos lugares que me he encontrado con estos rusos, debo afirmar que los españoles somos los más educados. Matizo, los maleducados son muy maleducados pero los educados son los más educados. Aquí, todos deberíamos aprender. Bueno, todos todos, no. Los rusos continuarán invadiéndonos y gastando su dinero a espuertas, -al menos no se resentirá nuestro sector hotelero- dinero que sinceramente, siempre me he preguntado de donde sacarán. Bueno, en el fondo, me importa un rábano, justo el mismo que les importo yo y el resto de huéspedes que coincidimos con ellos en un hotel.
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