Reconozco que da gustirrinín despertarse sin prisas y pensando que nos espera un festín en la sala de desayunos del hotel. Acostumbrado a que el despertador nos haga sangrar los oídos y desayunar de pie una miserable tostada de margarina barata junto a un café con leche medio frío; huir de la rutina nos ayuda a tomar fuerzas y recargar pilas.
Pero a veces, nos tomamos muy en serio este tema. Tanto que, sin darnos cuenta, llegamos a perder temporalmente básicas virtudes humanas que, inmersos en la rutina diaria, ni por el forro nos pasaría.
Como decía, te despiertas -de manera natural- y, después de darle los buenos días a tu pareja, pasas a afeitarte y darte una ducha relajada. Una vez aseados y bien despiertos, bajamos -o subimos- a la sala de desayunos. Ese momento suele ser de incertidumbre. Primero debes superar el obstáculo de decirle al camarero el número de tu habitación. En ese momento estás algo nervioso. En el fondo sabes que te vas a poner hasta arriba de comida, que tienes todo el tiempo del mundo pero un gusanillo no para de moverse por tu estómago. Ya en la sala, si otro camarero no te acomoda directamente en una mesa -es lo que se debe hacer-, tardas un rato en elegirla. Calculas, en cuestión de milisegundos, la bisectriz de la mesa en comparación con la distancia del mostrador principal del buffet. Haces cálculos sexagesimales de cuánto tardarás en ir y venir a por más comida. A su vez -es increíble la de cosas que tu cerebro puede hacer al mismo tiempo-, quieres una mesa donde estés lo más apartado posible para no pasar la vergüenza de que te vean treinta y dos veces levantándote a por más. En fin, logras posicionarte, expandes la servilleta encima del plato para marcar el territorio y que nadie te quite el sitio y, en silencio sepulcral -es notorio el silencio que suele haber en los buffets de desayuno de los hoteles-, vas a inspeccionar los alimentos de los que dispones. Los jugos gástricos comienzan a hacer mella. El primer mostrador, lo saltas. Sólo los imbéciles toman fruta o cereales cuando puedes comer lo que te salga; eso lo dejas a los de la tercera edad y a los niños. Pasas al principal, ese sí que merece la pena. Jamón, embutidos de toda clase, tabla de quesos, salmón ahumado con salsas que no tienes ni puñetera idea de lo que llevan. Luego te fijas en ese apartado donde están situadas las fuentes con tapadera deslizante que guardan el calor. En ellas están situadas los huevos revueltos, las salchichas, el bacon, el famoso tomate asado y los manidos champiñones. Y, acabando tu inspección, el mostrador con los dulces y tartas, innumerables, y el mostrador con los quinientos cincuenta tipos de pan.
Te pones tan nervioso que, lo primero que haces es servirte una copa de agua. Ya has hecho un viaje. No puedes ir con la copa y servirte un plato. Eso es imposible. Una vez servida el agua, vas a lo imprescindible. El zumo de naranja. Puede ser que hagas cola o no pero si no está el zumo de naranja en tu mesa, tú no comes. Otro viaje más. Luego vas a por el salmón ahumado. Te pones media Noruega en el plato y echas por encima que si salsa tártara, o lo que sea esa densidad blanquecina. Lo llevas, de nuevo, a la mesa. Otro viaje más. Te sientas y ya te empiezas a cagar en todo lo que se menea porque te falta el pan. Te levantas otra vez y vas a por el pan. Después de realizar la engorrosa acción de cortar la barra con la servilleta para no tocarlo con la mano, lo depositas en un plato, coges dos panecillos más por si te falta y vuelves a emprender el viaje a tu puñetera mesa. Te das cuenta que los abueletes de la mesa de al lado, que han venido más tarde que tú, ya se han ido después de haber tomado yogur, nueces y un kiwi.
Antes de sentarte, te acuerdas de que no has cogido la mantequilla. Y el salmón ahumado no puedes tomarlo sin ella. Esta vez emprendes un nuevo viaje mucho más rápido. Tomas dos o tres pastillitas y enseguida estás en la mesa. Por fin, empiezas a comer. Estás algo sediento y te pimplas de un trago toda la copa de zumo de naranja. Tu acompañante te dice que tengas cuidado, que no ingieras muy rápido para que no te siente mal. Tú, que has pagado ya el desayuno -estaba incluido en el precio de la habitación-, y sabes mucho de economía, pretendes amortizar con creces tal inversión. El salmón es ingestado como si de una ballena cachalote se tratara. La salsa te la tomas a cucharadas. El pan, no lo partes con las manos. Te lo llevas directamente a la boca y, a mordiscos, lo vas comiendo. En un minuto, ya no queda nada. Tú eres feliz porque sabes que tienes a tu disposición mil productos más y que no te van a cobrar ni un duro por enviarlos a tu flamante panza.
Vuelves a emprender otro viaje a por más comida -parecido a como les sucedía a tus antepasados austrolopitecus- y esta vez vas directamente a por la tabla de quesos. Un buen pedazo de cada uno lo vas poniendo en tu plato. Como tienes algo de vergüenza, pones encima de los cuarenta y siete trozos de queso dos lonchas de mortadela para paliar el qué dirán. Regresas a tu guarida. Te sientas. Te cagas en la leche. No tienes zumo. Tráeme uno, por favor, le dices a tu acompañante. Te lo traes tú con las orejas, te responde. Te va a sentar mal tanta comida, imbécil. Como si no hubieras oído nada, te levantas, por trigésimo segunda vez a por más zumo. Traes dos, uno lo pones a tu lado y otro en el de tu acompañante. Pero no es para ella. Es para ti para cuando se te acabe y no tengas que levantarte. Además quedas de vicio, le sirves el zumo a tu acompañante, qué galán.
Has sido inteligente y antes de sentarte has ido a por más pan para el queso. Te lo pimplas en un santiamén y te bebes de un trago tu zumo, el de tu acompañante y el del niño Jesús como se descuide. Ya no tienes más hambre, estás lleno. Pero la economía es más fuerte que la anatomía. Ahora toca lo caliente. Huevos revueltos, bacon, salchichas. Todo ello acompañado de ketchup, mostaza y tabasco -por lo del toque picante-. Regresas a la mesa con el plato que va a estallar pero, como tienes experiencia, vuelves a servirte zumo de naranja -y a tu acompañante también- y coges pan. La tarea comienza a hacerse ardua. Tu acompañante ya está poniendo guasaps sin hacerte ni puñetero caso. Un pequeño sudor frío pero soportable, comienza a brotar por la frente. Acabado ese bacon frito, común en todos los hoteles del mundo, grasiento y medio frío. Esos huevos revueltos que llevan de todo menos huevo y esas salchichas -tipo frankfurt- pero chabacanas y matahambres; una vez acabado todo, limpias el estómago con dos copazos de zumo de naranja. La huerta valenciana se estremece. ¿Nos vamos ya? -dice tu acompañante-. Tenemos que pasear por la zona de los "navigli". Espera, hombre. Aún no he tomado café. Llamas al camarero para que te sirva un café con leche y te levantas otra vez por si lo puedes acompañar de algo dulce, no te vayas a quedar con hambre. Regresas con otro platazo de dulces repletos de colesterol, aún más pervertido que el de las salchichas. Tu cerebro te dice que no los ingieras pero a ese órgano no hay que hacerle caso. Hasta la guinda. Antes de partir a tu habitación, te levantas de nuevo a por agua. De hecho beber agua es lo que estaré haciendo en las próximas seis horas.
Ya en la habitación, te tienes que tumbar en la cama media hora. Tu acompañante quiere ver Milán y tu casi no puedes ni andar. Eres un as de las finanzas, has amortizado con creces tu inversión en el desayuno. Al final, medio doblado, te vas a ver la ciudad. Al salir te das cuenta de que te está entrando una acidez como si te rociaran con sulfúrico el esternón. Empiezas a arrepentirte de lo que has hecho. El zumo de naranja es un manjar pero, aunque sea totalmente natural, mezclado con ciertas sustancias, puede ser más dañino que el arsénico. Tienes sed. Vas comprando agua por todos los chinos con los que te topas. No puedes andar mucho. A la hora del almuerzo, tu acompañante tiene hambre. Tú aún tienes el Stilton y el Camembert en el gaznate. Queríais disfrutar de un libanés muy famoso y, al final, a tomar por saco. Tu acompañante malcome en una miserable cafetería un sandwich vegetal y tú un vaso de agua y un almax. Ese día -que prometía feliz para visitar Milán- ya está estropeado.
No lo volveré a hacer más, repites toda la tarde. Claro que no, no lo volverás a hacer más hasta la mañana siguiente.