¿Qué pretende este blog?


Mi blog pretende realizar una crítica, lo más completa posible, de los principales hoteles europeos, así como proporcionar instrucciones y usos de protocolo y buenas maneras tanto a los profesionales del sector como a los huéspedes de los establecimientos. Como se observa, todo está basado en la independencia que me caracteriza, no perteneciendo a ninguna empresa relacionada con este mundo. Soy un consultor independiente. Personalmente he visitado cada uno de los locales de los que hablo en este blog.
Es mi capricho, del que llevo disfrutando varios años y quiero poner mis conocimientos y opiniones a disposición de todo aquel que quiera leerlos.
La idea surgió al no encontrar nada en la red - ni siquiera en inglés - sobre auténticas críticas de hoteles, al margen de comentarios de clientes enfadados que "cuelgan" sus quejas en distintas webs como un simple "derecho al pataleo" sin intento alguno de asesorar, construir o mejorar.
Muchas gracias por vuestra atención y colaboración.

martes, 1 de febrero de 2011

Las llaves inteligentes. Segunda parte. Y última


La historia que voy a contar, les aseguro que me ha sucedido, a diferencia de otra que ya relaté anteriormente sobre "La Tía Paca y su hotel rural", que no deja de ser una ficción. Real, como la vida misma, pero ficción. Las llaves electrónicas, si no son bien gestionadas por el personal del hotel, pueden ser causa de la peor de las críticas que imagine sufrir un establecimiento hotelero. Miren lo ocurrido en un hotel de lujo de España, no daré más datos.

Sucedió que mi acompañante y yo, entramos contentísimos para pasar tres días de relax en el Hotel Plin. A la llegada, mientras el botones recogía el equipaje, en recepción nos recibían muy cordialmente con una copa de agua con menta. La 626, don Alfredo, me dice correctamente el muy bien uniformado recepcionista. Como es corriente en estos casos, nos hacen la entrega de las llaves (electrónicas lógicamente) y nos disponemos a subir al sexto piso. Les aseguro que no existe cosa más lenta en este mundo que un ascensor de hotel, sobre todo si el establecimiento sólo posee un único ejemplar. Seguro que muchos de ustedes están de acuerdo en esta afirmación.
Dio la casualidad, desafortunada, que se me olvidó indicar en la reserva que quería una habitación cerca de los elevadores. Reconozco que es una manía que tengo. Pero tiene su explicación. Si no dices nada, te envían a la habitación más recóndita del piso con la excusa barata de que es la más tranquila; cuando en realidad es la más ruidosa (la maquinaria del hotel suele estar cerca) y la que más tiempo lleva sin remodelar. Incluso, en algunos hoteles, te ves obligado a descansar por los pasillos, para tomar fuerza y continuar con tu ajetreado viaje a la alcoba. O lo que es peor, perderte cual laberinto por el océano ingente de indicaciones de flechitas mal puestas. Pues así sucedió en el hotel del que les hablo. Ya no me gustó el detalle de que nadie te acompañara a la habitación para indicarte lo principal de la misma, pero ya he dicho en otras ocasiones que se está perdiendo este servicio.

Bien, cual es mi sorpresa, que cuando voy a abrir la puerta, metiendo la llave por la ranura, no lograba conseguir abrirla. El color rojo no desaparecía del pequeño display y el verde se negaba a salir. Este es el momento, se lo aseguro, más terrorífico que puede sufrir un huésped de hotel, ni siquiera superable por la visualización obscena de una cucaracha. Absolutamente desamparado, tuve que ponerme de nuevo en camino, fijando la meta en recepción. Durante el mismo, sufrí algunas inclemencias como la larga espera a que el ascensor subiera al sexto piso y, por fin, en el mostrador, tuve que esperar a que atendieran a una señora gorda, rubia de bote, que estaba realizando su check-out y no parecía mostrarse muy de acuerdo con la factura. Una vez superada la obesa circunstancia accedí a dialogar con el único uniformado. No puedo entrar a mi habitación, le dije cortésmente al recepcionista. Él, pidiéndome disculpas, volvió a codificar la tarjeta y me la devolvió asegurándome que el problema estaba resuelto.

Con la motivación del que, por fin, se siente amparado y con la audacia del que cree haber resuelto el problema, puse de nuevo rumbo a la 626 donde mi acompañante me esperaba. El elevador recogía, piso por piso, huéspedes de esos que tienen que pedir crédito al banco para pagar el sobrepeso de equipaje en la facturación de su vuelo. Clientes pueblerinos que se meten en el ascensor cuando saben que va a subir y luego tendrán que bajar; en vez de esperarse y pillarlo de vuelta. El cansancio comenzaba a hacer mella en mi cuerpo. La larga caminata sin aire acondicionado por los pasillos del hotel se me hacía ardua. Al llegar otra vez a la puerta, en vez de recibir las felicitaciones de mi acompañante, me llevo una reprimenda parecida a ¡Cuánto has tardado, llevo aquí de pié un cuarto de hora! No pasa nada, contesto. Ya está resuelto. Sin embargo, metes de nuevo la llave por la endiablada ranura y el verde no aparece. La puerta sigue sin abrirse. Tu pareja intenta abrirla tachándote de inepto por no saber abrir una puerta pero, de inmediato, se percata que tampoco puede abrirla. Los nervios afloran. El problema se agrava y tu cuerpo cansado debe solucionar esta situación tan embarazosa. Sin entrar a los gritos que recibo de mi acompañante y a los recuerdos que hace a algunos parientes lejanos y no tan lejanos del recepcionista, le recomiendo que se siente en un sillón del hall de la planta. Me dice que en cuál pues este hotel no tiene tales asientos. Yo, por no hacerle sufrir más, le digo que voy corriendo de nuevo a recepción y que no tardo nada. Le pido un poco de agua que llevaba en un botellín y que estaba caliente, para poder tomar algunas fuerzas y -con perdón- cagándome en mi pena, vuelvo a emprender mi viaje al mostrador de recepción. El ascensor tardó menos minutos que en ocasiones anteriores pero justo en recepción, un señor enjuto y barbudo se quejaba de que sólo había consumido 4 ginebras del minibar y le habían cobrado 7. A saber si con cuatro ginebras encima puedes llegar a contar hasta siete.
Por tanto, una vez que el señor Tanqueray soluciona su problema de alcoholismo, el recepcionista me pregunta que qué deseo. Yo, un poco malhumorado pero sin perder la compostura, le contesto que darme una ducha, poner el aire acondicionado de mi habitación muy frío y descansar. Él se percata, por tanto, de que no he podido abrir y me vuelve a pedir la llave para codificarla. A ello, le contesto, que la codifique él con las orejas, si es posible, pero que, después de los 28 kilómetros que llevaba recorridos por los pasillos, me había percatado de que el problema no radicaba en la miserable codificadora sino en el maldito lector de la puerta de mi habitación. Pero él, erre que erre, continuaba empecinado en volver a codificarla. Soliviantado el desacuerdo porque me negué radicalmente a ello, llamó a un mozo para que me acompañara a la habitación e intentara abrirla. Al notar que la agonía se iba a prolongar y que iba a realizar otros ocho kilómetros en balde, opté por exhortar al recepcionista contumaz de que subiera sólo el mozo y que mientras, él, me fuera preparando las llaves de otra habitación. Llamé por teléfono a mi acompañante, creyendo que ya estaría tomando un vuelo de vuelta para que me perdonara por tal lamentable suceso. Cual fue mi sorpresa que aún se encontraba en el pasillo de la habitación, sentada en el suelo como una miserable bandeja de esas que depositan desordenadamente los clientes zafios con salsas a la vista en el plato. Le comuniqué que un mozo estaría en la puerta en unos diez minutos (eso era la duración normal del viaje sin mucho tráfico pues ya no era hora punta) intentando abrirla. Como no la iba a poder abrir, le aconsejé que se bajara con él a recepción para reunirnos, de nuevo, allí y emprender la ruta hacia nuestra nueva habitación que me estaba preparando el recepcionista contumaz. Así fue como ocurrió todo. Casi una hora después de realizar nuestro primer "check-in", entrábamos en nuestro ansiado cuarto a descansar. Sí, Macario, a descansar.

La dirección del hotel, por boca de su Relaciones Públicas, me pidió perdón por lo acaecido y tuvieron el detalle de invitarnos a un cóctel en su "lounge bar". Mucho nos reímos, saboreando el mojito, rememorando la hazaña de poder acceder a nuestra habitación.

4 comentarios:

  1. Después de una hora, seguro que se te había pasado la "necesidad" de descansar...

    Menos mal que "te cagabas en tu pena" -con perdón- que si llegas a estar a punto de aguas mayores, tienes que pedir posada en alguna habitación del recorrido...

    Macario

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  2. Hola, Macario. Aunque veo por donde apuntan tus tiros, es cierto que algunas necesidades básicas del ser humano acaban pasándose.
    Lo de la pena, es una frase impropia pero muy ejemplar, no tenía ninguna intención escatológica.
    Si bien es cierto que de haberlas tenido -me refiero a las ganas-, no me hubiera quedado otra que molestar y pedir auxilio sanitario a algún compañero de planta.
    Un abrazo fuerte.

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